miércoles, abril 02, 2008

"ORACIÓN DE JESÚS Y ORACIÓN DEL CORAZÓN"

ORACIÓN DE JESÚS Y ORACIÓN DEL CORAZÓN [1]

Por el archimandrita Plácido (Deseille) [2]

Sucede frecuentemente que se emplean las expresiones “oración de Jesús” y “oración del corazón” como si fueran equivalentes. Mas, si damos a estas expresiones su plena significación, si las comprendemos en toda su profundidad, no son equivalentes. La oración de Jesús puede ser, según nuestro grado de madurez espiritual, bien una oración “activa”, bien una oración del corazón.

¿Qué es, ante todo, la oración de Jesús? Algunos prefieren hablar de “oración a Jesús”. Pienso que aquí está la razón por la que se equivocan cuando se habla de “oración de Jesús”. Esta oración no es simplemente una oración dirigida a Cristo. Muchas otras oraciones en los libros litúrgicos y en los devocionarios, están dirigidas a Cristo. No son en razón de ello la “Oración de Jesús”.

Lo propio de la oración de Jesús es el estar compuesta principalmente por el nombre de Jesús, que está en ella como la substancia. Es precisamente por este dato que se le llama “oración de Jesús”. “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, dicen incansablemente los monjes griegos de la Santa Montaña.

El nombre de Jesús es como un “icono verbal”. Por supuesto, en efecto, un icono propiamente dicho representa a la persona de Cristo, de la Madre de Dios o de un santo, se nos aparece como acontecimiento de su presencia, de su resplandor y de su intercesión en nuestro favor. El icono, ciertamente, no es más que una tabla de madera que, en sí misma, no posee absolutamente nada de divino; pero por el hecho de que representa bien a Cristo, bien a su Toda Santa Madre, o bien a tal o cual santo, nos beneficiamos por su intermediación bien de la irradiación espiritual, bien de la energía del Cristo resucitado, o bien de la presencia misericordiosa del santo o de la santa que intercede por nosotros de modo totalmente particular cuando veneramos su imagen. De la misma manera, cuando nosotros decimos la oración de Jesús, el nombre de Jesús que pronunciamos es en cierto modo un icono de Cristo, y a través de su nombre divino, aunque en sustancia no sea más que una palabra humana, la energía deificante del Cristo resucitado nos alcanza. Es como un tipo de sacramento, de realidad sensible totalmente penetrada de la presencia actuante de Cristo. De aquí viene la fuerza, el poder de la invocación de este Nombre muy dulce de Jesús.

¿Pero cuándo esta oración puede ser calificada con propiedad de “oración del corazón”? Algunos pasajes de la 19ª Homilía espiritual [3] de San Macario de Egipto nos ayudará a comprenderlo:

Cuando alguien se acerca al Señor, hace falta primero que se esfuerce por cumplir el bien, aunque su corazón no lo quiera, esperando siempre su misericordia con una fe inquebrantable. Que se esfuerce por amar sin tener amor; que se esfuerce por ser dulce sin tener dulzura; que se esfuerce por ser compasivo sin tener un corazón misericordioso; que se esfuerce por soportar el desprecio, por ser paciente cuando es despreciado, por no indignarse cuando es minusvalorado o deshonrado, según estas palabras: `No os toméis la justicia por cuenta vuestra, bien amados´ (Rom., 12, 19) Que se esfuerce por orar sin tener la oración espiritual. Cuando Dios vea cómo lucha y se esfuerza, aunque su corazón no lo quiera, le dará la verdadera oración espiritual, le dará la verdadera caridad, la verdadera dulzura, de las entrañas del corazón, la verdadera bondad, en una palabra lo saciará de los dones del Espíritu Santo (§ 3).

Todo esto es muy esclarecedor. San Macario nos enseña que debemos primero practicar las virtudes y la oración sin experimentar ningún deseo, valientemente, esforzándonos, únicamente porque la Palabra de Dios nos lo demanda. Ello no quiere decir que la gracia de Dios esté ausente; sin ella, no podríamos hacer nada. Pero su presencia no se hace sentir. Tenemos la sensación de que todo depende de nuestro esfuerzo, debemos remar para hacer avanzar nuestra barca. Y debemos repetir este trabajo, volver a las palabras de nuestra oración, cada vez que percibimos, mediante un esfuerzo de atención, que nuestro espíritu se extravía en la distracción.

Tal es el primer estadio de la oración de Jesús. Todavía no podemos hablar de “oración del corazón”, es necesario que nos esforcemos “encerrando nuestro espíritu en las palabras”, según expresión de San Juan Clímaco (La Santa Escala, 28, 17) [4], es decir, dirigirnos al Señor pensando que está presente y que nos oye y estando atentos a las palabras que le dirigimos, pero sin reflexionar sobre esas palabras, sin dejar a nuestro pensamiento derramarse sobre temas edificantes.

San Macario, a continuación del texto citado más arriba, insiste en el hecho de que nuestro esfuerzo debe extenderse a todos los dominios, y no sólo a la oración, la cual no puede estar aislada del conjunto de la vida espiritual:

Si alguien, sin poseer la oración, se esfuerza solamente por orar, por obtener la gracia de la oración, pero sin esforzarse por practicar la dulzura, la humildad, la caridad y los demás preceptos del Señor, sin aplicar su cuidado, su trabajo y sus luchas para adquirir estas virtudes, en la completa medida en que ello depende de su voluntad y de su libre arbitrio, le será a veces concedido parcialmente, según su petición, una oración inspirada por la gracia, en el reposo y la alegría del Espíritu. Mas, en cuanto a su comportamiento, permanecerá igual que era antes. Falto de dulzura, ya que no hizo ningún esfuerzo por adquirirla, ni se preparó para recibirla. Falto de humildad, ya que no la pidió ni se esforzó por obtenerla. No estará provisto de una caridad que se extienda a todos, ya que no se preocupó de ella ni por ella luchó en la oración, ni procuró su práctica. Falto de fe y de confianza en Dios; desconocido para sí mismo, sin ser consciente de su indigencia, pues no se esforzó, en la tribulación, por pedirle al Señor una fe firme hacia Él y una confianza verdadera (§ 4).

El conjunto de estos esfuerzos constituye lo que los Padres llaman, desde Evagrio Póntico, la praxis, la fase activa de la vida espiritual. Cuando el hombre haya sido purificado de sus pasiones y de sus vicios y haya alcanzado la humildad verdadera, y cuando Dios lo estime oportuno, le concederá los dones de su Santo Espíritu; entonces comenzará la segunda fase de esta vida espiritual, la teoría o fase contemplativa. El hombre, entonces, no tendrá ya más que remar para hacer avanzar su embarcación, sino que deberá desplegar sus velas, según una expresión también de San Juan Clímaco (op. cit., 26, 5), para dejarse llevar por el soplo del Espíritu Santo, es decir, por las luces interiores y las intuiciones divinas que este Espíritu suscitará en su conciencia, permitiéndole actuar con espontaneidad, holgura y alegría:

“El que verdaderamente quiere ser grato a Dios, obtener de Él la gracia celeste del Espíritu, crecer y devenir perfecto en el Espíritu Santo, debe pues esforzarse en practicar todos los mandatos de Dios y someter a ello su corazón no predispuesto (…). Y de este modo, orando y suplicando al Señor, será completamente saciado, recibirá la gracia de apreciar a Dios y participará en el Espíritu Santo, y así, hará crecer y aumentar la gracia que le ha sido otorgada y que encuentra su lugar de reposo en su humildad, en su caridad y en su dulzura. Es el Espíritu mismo el que le concede todo esto y el que le enseña la verdadera oración, la verdadera caridad, la verdadera dulzura, a aquel que se esforzó (…). El Espíritu mismo, en efecto, orará en nosotros, de modo que es Él quien nos enseña la verdadera oración, la que no podemos poseer ahora, hasta tanto no nos esforcemos (op. cit., § 7-9).

Únicamente entonces podemos hablar de “oración del corazón”, de “oración espiritual” o de “adquisición del Espíritu Santo”. Desde luego, esta fase de la vida espiritual comporta aspectos diversos, y no excluye momentos de dejadez y de abandono pedagógico por parte del Señor. La oración de Jesús todavía tiene aquí su espacio, pero otros estados de oración pueden también manifestarse, bajo la conducta del Espíritu.

Para acceder a ello, no puede existir método ninguno, ya que todo depende de la gracia de Dios, y de la humildad del hombre. Sin embargo, puede afirmarse que la oración de Jesús, practicada en la fase activa de la vida espiritual, puede aquí preparar al alma mejor que otras formas de oración. En efecto, ella conduce a un cierto empobrecimiento de la inteligencia discursiva, no incita al intelecto a reflexiones, a consideraciones múltiples. Es una simple súplica del alma, que aporta ya una considerable simplificación de la actividad mental, y que por sí misma, encamina al hombre hacia el descubrimiento de aquellas intuiciones profundas inscritas en él por el Espíritu Santo, y que son la esencia misma de la oración.

San Isaac El Sirio, Discurso 21 [5]

(1) Bienaventurado el hombre que conoce su propia debilidad, porque este conocimiento se transforma para él en el fundamento, la raíz y el principio de todo bien. Porque, cuando un hombre ha conocido y sentido verdaderamente su propia debilidad, fortalece su alma contra el relajamiento que entenebrece su entendimiento y acrecienta su vigilancia. Mas nadie puede sentir su propia debilidad si no le ha sido dada la ocasión, por escasa que esta sea, de experimentar las pruebas que afligen al cuerpo o al alma. Mostrando entonces su debilidad y su necesidad de ayuda de Dios, conocerá enseguida la magnanimidad de Éste. Cuando considera, en efecto, todos los esfuerzos que desplegó en la esperanza de devolverle la confianza a su alma, estando vigilante, conteniéndose, rodeándola de cuidados, o cuando comprueba que su corazón teme y tiembla, privado de toda serenidad, debe entonces comprender que este temor que pone a prueba su corazón significa y revela que necesita de modo absoluto la ayuda de otro. Su corazón lo testimonia en su interior, por el temor que lo embargó y provocó en él una lucha interior, mostrando así que hay algo de lo que carece. El hombre debe, pues, reconocer que no puede, por sí mismo, establecerse en una firme seguridad. Está escrito que únicamente el socorro de Dios puede salvar (cf. Sal. 59, 13; 107, 13, etc.).

(2) Cuando un hombre sabe que necesita el socorro divino, multiplica sus oraciones. Y cuanto más ora, más su corazón se vuelve humilde. Porque no se puede rezar y rogar sin hacerse humilde. “Un corazón abatido y humillado. Dios no lo desprecia en absoluto” (Sal. 50, 17). Mientras que el corazón no se hace humilde, es imposible, en efecto, escapar de las distracciones. Porque la humildad unifica al corazón. Cuando el hombre se hace humilde, enseguida la misericordia (de Dios) le rodea, y el corazón siente el socorro el auxilio divino. Descubre que le alcanza una fuerza que lo instala en la confianza. Cuando el hombre siente de este modo el socorro divino, cuando experimenta que está presente para ayudarle, su corazón está enseguida pleno de confianza, y comprende entonces que la oración es el refugio donde encuentra el auxilio, la fuente de la salvación, el tesoro de la confianza, el puerto donde resguardarse de la tempestad, la luz de aquellos que están en las tinieblas, la fuerza de los débiles, la protección en el momento de las pruebas, la ayuda que cura de la enfermedad, el escudo que salva en los combates, la flecha lanzada contra el Enemigo. En una palabra, la oración es la puerta, a través de la cual, entran en él todos los bienes.

(3) Encuentra en adelante sus delicias en una oración plena de fe. Su corazón es iluminado por la confianza. Está lejos de su ceguera de otros tiempos y de su oración apenas pronunciada por el extremo de los labios. Desde que comprendió todo esto, posee la oración en su alma como un tesoro. Y tan grande es su alegría que su oración se tornó en exclamaciones de acción de gracias. Es lo que ha dicho el que ha ofrecido una definición de cada aspecto de la vida espiritual: “La oración es una alegría que suscita la acción de gracias”. Habla aquí de esta oración que presupone que se recibió el conocimiento de Dios, es decir, que viene de Dios. El hombre ora en lo sucesivo sin dificultad ni trabajo, como era el caso antes de que él hubiera experimentado esta gracia, pero en la alegría y la admiración del corazón, sin término nacen en él los movimientos de acción de gracias, sin término se prosterna silenciosamente. Embargado por la admiración y el asombro de la experiencia de la gracia de Dios, alza súbitamente la voz, alaba y glorifica a Dios, le dirige acciones de gracias y deja hablar a su lengua en una situación de admiración extrema.

(4) El que verdaderamente alcanzó, y no en imaginación, este estado, y el que ha observado todo esto en sí mismo y ha notado los aspectos diversos gracias a su trascendente experiencia, conoce aquello de lo que hablo y sabe que no hay allí nada de contrario a la verdad. Que deje de pensar en adelante en cosas vanas y quede con Dios en oración continua, pleno de temor y de pavor ante la idea de quedar privado de la abundancia de su auxilio.

(5) Todos estos bienes vienen, para el hombre, del reconocimiento de su propia debilidad. En efecto, en su gran deseo del auxilio divino, se acerca a Dios, perseverando en la oración. Y en la misma medida en que se acerca a Dios por su predisposición interior, Dios se acerca a él por medio de sus dones, y no le niega su gracia a causa de su gran humildad. Porque es como la viuda que no dejaba de perseguir al juez con sus gritos para que le hiciera justicia frente a su Adversario (Lc, 18, 15). Dios, pleno de compasión, aguarda para concederle sus gracias, con el fin de que este retraso incite al hombre a aproximarse y a permanecer, presionado por la necesidad, cerca de Aquél que es la fuente de donde brota el socorro. Dios concede sin embargo ciertas peticiones, aquellas –diría- sin las cuales el hombre no podría ser salvado. Pero hay otras a las cuales Dios tarda en responder. En ciertos casos, Él extingue y rechaza lejos del hombre los dardos inflamados del Enemigo. En otros casos, permite que el hombre sea tentado, para que esta prueba le haga acercarse a Él, como ya he dicho, y para que la experiencia de las tentaciones le instruya. Esto es lo que dicen las Escrituras: “El Señor permitió que numerosos pueblos no fueran destruidos y entregados en las manos de Josué, hijo de Nun, con el fin de que ellos sirviesen como instrucción de los hijos de Israel y que las tribus de los hebreos aprendieran a combatir” (Jc, 2, 23, ss.).

(6) Porque el justo que no tiene conciencia de su propia debilidad se mantiene sobre el filo de una espada y no está alejado ni de la caída ni del león feroz, es decir, del demonio del orgullo. El que no conoce su propia debilidad está falto ciertamente de humildad. En consecuencia, el que está falto de humildad está falto de perfección. Y aquél al que falta la perfección está siempre en el temor. Porque su ciudad no está fundada sobre columnas de hierro y basamentos de bronce, es decir, de humildad. Nadie puede adquirir la humildad si no es empleando los medios que le son apropiados, aquellos que nos procuran un corazón quebrantado y aniquilan los pensamientos de presunción. A menudo, en verdad, el Enemigo encuentra en nosotros puntos débiles que le permiten desviarnos del camino. Sin la humildad, es imposible al hombre hacer a la perfección su trabajo (espiritual). El sello del Espíritu no sabría fijarse sobre su carta de manumisión, sobre todo mientras que permanezca esclavo y que, en su trabajo, no haya superado el temor. Porque nadie cumple bien su trabajo sin humildad; por consiguiente nadie puede ser educado de otro modo que por medio de las pruebas, y sin esta educación no se puede adquirir la humildad.

(7) Es por ello que el Señor concede a los santos los medios para adquirir la humildad, poseyendo un corazón afligido y una oración ardiente, con el fin de que aquellos que lo amen puedan acercarse a Él por medio de esta humildad. A menudo les espanta a través de las pasiones naturales, por medio de las caídas provocadas por los pensamientos vergonzosos e impuros; a menudo también por los ultrajes, las injurias y los golpes infligidos por los hombres, a veces por las enfermedades y las indisposiciones del cuerpo; a veces también por la pobreza y la falta de lo necesario; a veces, por fin, luego, por medio del tormento de un miedo excesivo, por el abandono, por la guerra abierta desplegada por el Diablo, que les inspira terror, y luego todavía por muchas otras cosas temibles. Todo esto se presenta para que los hombres tengan los medios para volverse humildes, y para que no se adormezcan en el descuido. Puede tratarse bien de cosas que haya de combatir en el presente, bien del temor de cosas futuras. Sea como sea, las pruebas son necesarias para utilidad de los hombres.

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[1] Conferencia ofrecida el 6 de marzo de 2008 en la parroquia de San Serafín de Sarov y la Protección de la Madre de Dios, en París. Fuente: L´Orthodoxie.

[2] El archimandrita Plácido (Deseille) dirige el monasterio de San Antonio El Grande, en Saint-Laurent-en-Royans (Drôme) en Vercors. Es profesor en el Instituto Teológico San Sergio de París. Fundador de la colección "Spiritualité Orientale", publicada por la abadía de Bellefontaine, y antiguo miembro del secretariado de dirección de la colección "Sources Chrétiennes". Es autor y traductor de numerosas obras, en particular: Nous avons vu la vraie Lumière (L'Age d'homme), L'Evangile au désert (Cerf) , La spiritualité orthodoxe et la Philocalie (Bayard Editions). Ha traducido al francés L'Echelle Sainte de San Juan Clímaco, las Homélies spirituelles de saint Macaire (Bellefontaine) y Les Psaumes : prières de l'Église : le psautier des Septante (YMCA-Press).

[3] Les homélies spirituelles de saint Macaire, traducción del Padre Plácido (Deseille), abadía de Bellefontaine, 1984.

[4] Traducción del Padre Plácido (Deseille), abadía de Bellefontaine, 1993.

[5] En Discours ascétiques selon la version grecque, traducción del Padre Plácido (Deseille), monasterio San Antonio El Grande y monasterio de Solan, 2006.

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