sábado, abril 05, 2008

"ORIENTE NECESITA A SUS CRISTIANOS"

Reconozco que la situación de los cristianos en los países de Oriente, muchas veces, espcialmente en la actualidad, sometidos a todo tipo de violencias, no ha tenido en "De Ortodoxia" la debida atención más allá de algunas noticias en el apartado de enlaces correspondiente.

Quiero hoy suplir esa falta -gracias a la reseña de "Orthodoxie"- con un interesante y reivindicativo artículo del autor francés Sébastien de Courtois, historiador especialista en las minorías cristianas de Oriente.

Dicho artículo fue publicado, como editorial, el pasado día 4 en el semanario "Valeurs actuelles".


ORIENTE NECESITA A SUS CRISTIANOS

Sin duda, un Oriente sin cristianos no tendría futuro. El Islam solo se aburre y se desgarra. A menudo, cuando las comunidades no se entienden más, los cristianos desempeñan un papel de intermediación, a veces estabilizador. Esta posición ha sido gustosamente adquirida. La historia nos muestra que desde una situación mayoritaria –anterior varios siglos a la conquista islámica- los cristianos de Oriente se convirtieron en los minoritarios de un mundo olvidado. ¿Quién sabe todavía de la posición de preponderancia de los cristianos en la edificación de los imperios musulmanes? Se adaptaron a la nueva realidad política.

Ellos no han dejado de hacerlo después, de concesión en concesión. Recordemos la importancia de los sabios, de los diplomáticos, de los administradores, de los médicos y de los traductores de las épocas omeya, abasida o incluso otomana. Bagdad no habría sido la “Ciudad de la Paz” sin el aporte de los nestorianos, de los caldeos y de los melquitas de la Edad Media. Todavía hoy, en las universidades de Beirut, de El Cairo y de Damasco, los intelectuales cristianos portan en alto la llama de un saber no confesional y universal. Si hubieran de abandonar sus países, ello constituiría una gran regresión. Los responsables musulmanes –religiosos y políticos- lo saben, pero no dicen nada. ¡Es a ellos, antes que a nadie, a los que incumbe la responsabilidad de este gran silencio, mientras que sería necesario atreverse a defender a “sus” cristianos! Incluso contra su propia opinión pública, hasta contra los fanáticos, sobre todo cuando este silencio sirve de coartada a la pasividad de los gobiernos occidentales.

No es normal que las minorías cristianas tengan que justificar su presencia en una tierra que fue la suya. Sus culturas son dos veces milenarias. No se trata de una población inmigrada, sino de un campo antiguo en el cual germinó el pensamiento cristiano. ¡La “tierra del Islam” no lo fue siempre! Habría también que recordar, como lo ha hecho Benedicto XVI en 2006, delante de una treintena de embajadores de países de mayoría musulmana, las palabras de Juan Pablo II: “El respeto y el diálogo exigen la reciprocidad en todos los dominios, sobre todo en el que concierne a las libertades fundamentales y muy particularmente la libertad religiosa”. Los mensajes de paz y de fraternidad no deben ser en una única dirección. De esta no reciprocidad deriva la violencia, una violencia moral, pero también mortífera.

En Irak la muerte Mons. Rahho, la decapitación del padre siríaco Iskandar, las bombas de la Epifanía de 2006, los incendios del verano de 2006, y las amenazas de una sharia islamista son muchos de las señales de esta deriva. Más de un millón hace veinte años, menos de cuatrocientos mil ahora, la hemorragia de los cristianos de Irak parece inexorable. Los asesinatos no afectan únicamente al Irak en guerra: se mata también a sacerdotes en Turquía, en Palestina y en Egipto. Paradójicamente, es en el momento en que la intervención americana es percibida, sin razón, como una “cruzada” en el mundo musulmán, cuando los cristianos corren el peligro de desaparecer. Aunque recusemos los principios de este combate infame, estamos en el mismo bando. Para el hombre de la calle, el referente identitario pasa por la religión: “Los europeos no se reconocen en una “identidad” cristiana. (…) Están sorprendidos de comprobar cómo los musulmanes, proyectando sobre ellos su propia concepción de la identidad, los conceptúan en bloque e individualmente de cristianos”, escribe Paul Veyne en “Cuando nuestro mundo se volvió cristiano”. Nosotros somos ellos y ellos son nosotros. Y este es su sufrimiento. Cuando no son identificados con el Occidente, les reprochamos sus lazos supuestos con Saddam Husein. Recordemos sin embargo, al lado de los mártires chiítas y los gaseados kurdos, a decenas de millares de jóvenes caldeos enviados al frente iraní. Recordemos, en Irak, las matanzas anticristianas de 1933, su expulsión de las montañas kurdas en 1915. La memoria, también, no debe ser en una dirección única.

Los cristianos de Irak no cuentan con milicias para protegerles. Rehúsan entrar en el este engranaje de la violencia. En el corazón de la batalla, todavía hablan de paz. Todavía hablan de Irak como de un país, no como un agregado e intereses colectivos. Algunos no piensan en otra cosa que en irse, desesperados. ¿Su futuro debe pasar por el exilio? Ciertamente no, ya que a diferencia de los musulmanes, los cristianos no vuelven. Ciertamente, hay casos extremos, vidas que salvar, que piden que intervengamos enérgicamente. Pero también que nos pongamos a la escucha de nuestros hermanos de Oriente, de sus vidas, de sus narraciones, de su espiritualidad. Hay un Gandhi en Irak: todavía hace falta que sepamos escucharlo.

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